Hematofobia (fobia a la sangre)
Consiste en un temor intenso e irracional ante heridas, jeringuillas, hospitales y cualquier hecho relacionado con la sangre, tanto propia como ajena. Objetivamente la sangre no es un peligro real, pero la persona al exponerse a ella sufre un alto nivel de malestar.
Es importante diferenciar entre miedo, rechazo o el simple hecho de que no te agrade ver sangre, a la incapacitación ante cuidados médicos que pueden sufrir algunas personas, evitando así cualquier acto o situación como analíticas, visualizar heridas, etc. por el gran malestar que les produce.
Las causas que originan una fobia a la sangre pueden ser múltiples. En ocasiones, se puede producir por el simple aprendizaje de algún familiar que la padece, aprendiendo así a actuar ante ella de la misma manera. En otros casos, el vivir alguna situación traumática relacionada con la sangre puede desarrollarla.
El evitar las situaciones relacionadas con la sangre, la ansiedad anticipatoria ante cualquier situación relacionada con la misma, el aumento de la tasa cardíaca, sudoración o mareos, son algunos de los síntomas que podemos observar en una persona fóbica.
Para todas las fobias el patrón de activación, es decir, la sintomatología que ocurre ante el estímulo fóbico, cursa con un aumento de la tasa cardíaca, tensión muscular, sudores, temblores, etc. A toda esta sintomatología física debemos añadir que a nivel cognitivo la persona comienza a tener pensamientos catastróficos sobre el estímulo fóbico, de temor o de angustia, entre otros. Todos estos pensamientos de carácter negativo dificultan aun más la exposición al objeto o situación temida, siendo la respuesta más común evitarlo, ya que así se consigue que la ansiedad disminuya.
La hematofobia se diferencia del resto de las fobias en que presenta un patrón difásico de activación. Esto significa que, tras aparecer el estímulo fóbico, se produce un incremento de la tasa cardíaca y la presión sanguínea, como hemos comentado en líneas anteriores, pero posteriormente le seguirá una caída brusca de esos parámetros que incluso en algunos casos llegará a provocar el desmayo. Tras la disminución de la presión arterial o de las palpitaciones, la respiración será cada vez más lenta, e incluso la tensión muscular desaparecerá, pudiendo todo ello llevar a la persona a sentir mareos o, en casos más graves, el desmayo.
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